Último viaje


Toda la vida contaminando. No recuerdo otra cosa. De niño, en el caserío todo lo que era susceptible de arder lo quemábamos. Al fuego purificador. Y lo que no, iba a una calera en desuso. Hala. Al agujero. Hace poco he sabido que el caserío se vendió. Sería bonito estar allí el día que abran la calera y se encuentren basura no combustible de entre 1950 y 2000.  Se podría hacer un estudio antropológico completo.

En cuanto pude me monté en una moto. Las primeras ya las he olvidado. Eran trastos viejos de segunda mano. La primera nueva, nueva que tuve fue la Derbi Antorcha. Tricampeona del mundo, ponía en las tapas laterales. Motorcillo de dos tiempos que devoraba gasolina y aceite y expulsaba un humo como para poner de los nervios a uno de Greenpeace.

Después vinieron otros monstruos que vomitan humo, como los llama mi nieta Ana. Ay, si me hubiera visto con la Suzuki GT 750. Dos tiempos, tres cilindros, setecientos cincuenta centímetro cúbicos. Ése sí que era un monstruo.

Y la veintena larga de coches que he tenido en mi vida… En fin. Que Anita tiene razón. Que he emitido yo sólo más humo que una central térmica. O dos, si contamos lo que he fumado.

Pero no se podrá quejar. Desde que me caí y me rompí la pierna por tres sitios, he circulado en silla de ruedas. Eleeeéctrica. Alimentaaaada con energía solaaaar. Me la regaló ella y se empeñó en que saliera de casa, que no perdiera el contacto con los amigos, que no me quedara ahí, en una esquina, como una seta.

Y con esta silla he iniciado, muy a mi pesar, mi último viaje. Creo que lo que me dio fue un ictus de esos, o una embolia, o una apoplejía, o como sea que se llame ahora la mierda esa que te deja tonto. Se me quedó la mano agarrotada  justo cuando estaba acelerando y me caí por las escaleras de piedra de la iglesia a la salida del funeral de mi amigo Pepe. Cabeza rota, cuello roto. espalda rota y la pierna buena rota también. Hubiera sido un milagro salir vivo.

Menos mal que Anita ya me había convencido para cambiar el seguro de defunción y que en vez del ataúd de roble me pusieran éste de cartón. Insistía también en que me sepultaran en tierra, pero por ahí no pasé. Hubiera sido un poco incómodo por lo de la humedad y los gusanos. Además uno tiene sus principios. Mira, ya noto el calorcillo de las llamas lamiendo la caja. Pronto no quedará nada de mí. Anita estará orgullosa a pesar de la concesión de incinerarme. Me decía que al menos mi último viaje debía ser sostenible. Sostenible sí, le dije, pero no tanto ¿eh? No tanto.


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